Economía, leyendas tacuaremboenses y finanzas mundiales.
La máquina de hacer dinero...
Nuestra propia caja de Pandora
Cuando niño mi padre supo contarme una historia que realmente me quedó impresa cual billete moneda. Él la ubicaba en la propia ciudad de Tacuarembó y hasta barajaba algún nombre real como protagonista, era quizá su “marca de agua” para darle autenticidad y fuerza a la anécdota. Al caso no importa: Como el “emisor” –mi padre- era confiable, yo le creí, “compré” y aún hoy –en momentos de turbulencia monetaria- disfruto con temor aquella historia.
Cuenta la anécdota que visitaron nuestro pueblo dos personas finamente vestidas; en ropas, en historias y en títulos, -nobiliarios quizá- pero entre ellos uno en especial: el de expertos vendedores. Y por cierto que lo eran.
Radicados unos días en el mejor hotel de la ciudad estos caballeros estudiaron bien el “mercado” de modo tal de ofrecer a la persona exacta el particular e inédito producto que por aquella única vez se pondría a la venta.
De a poco la voz se corrió rápida y sigilosamente por las esferas de la clase más alta del pueblo; los “extranjeros” vendían nada más y nada menos que una maravillosa y única máquina “para hacer plata”.
Contaba mi padre que el principio era simple... por un lado se insertaba un trozo precortado de papel de astrasa, se giraba levemente una manecilla y... Voila!! La máquina devolvía por su otro costado un billete perfectamente impreso.
Ya el tema de la denominación del billete que se quería obtener dependía de un simple selector que aquella maravilla disponía... siempre en cambio mediano y chico.
La inteligencia, la ambición, la ingenuidad y el “bolsillo”, hizo que finalmente sólo un tacuaremboense fuera el elegido para la compra. Un nombre que hoy voy a mantener en “Reserva” (nunca mejor utilizado el término.. luego verán) por el simple hecho que de ser cierta la anécdota, quizá sus descendientes no se enorgullezcan tanto del fruto de aquella inversión.
Sucede que como era de suponer, realizada la transacción, retirados ya los extranjeros, la máquina dejó de funcionar para siempre, develando un caja cuasi vacía, llena de papel de astrasa y posesionando a nuestro protagonista en la terrible disyuntiva de denunciar o no a los “vendedores” por razones de “estafa”. Procedimiento este último, “poco apropiado e inteligente” si los había, ya que él nada menos, había querido saltearse el Banco Central a la hora de imprimir su propio papel moneda.
Y eso, Oh!! Suponemos que por lógica y por ley debiera estar prohibido en todo el mundo.
De Frankfurt a Tacuarembó
Viene a cuento recordar que la dinastía Rothschild surge en Alemania con Mayer Amschel Bauer a la cabeza de aquel legendario grupo de financieros y banqueros judeo alemanes que se expandió por Europa toda y conquistó finalmente a los Estados Unidos. El nombre Rothschild deviene del escudo rojo que esta familia usaba para identificarse como judio-protestante y que luego tomara como “apellido” Mayer Amschel Junior allá por 1760.
Ellos supieron beneficiarse y progresar vertiginosamente a base de buenos contactos, sobornos varios, prestamos cuantiosos, astucia suprema, instinto notable y acceso rápido a la información. Así fue que llegaron a financiar a la corte de Dinamarca, asegurar “papeles” al propio Napoleón y a través de sus casas bancarias invertir libremente en Inglaterra, financiar el canal de Suéz, los ferrocarriles europeos y practicar sin temor los más arriesgados “juegos de bolsa”.
Como pasó con la anécdota de mi padre, allá por 1900 los Rothschild envían a Estados Unidos a Jacob Schiff y Paul Warburg, quienes munidos de aquellas cajitas que embelesaron a nuestro “visionario tacuaremboense”, emprendieron una campaña tendiente a instaurar varios «Federal Reserve Banks» (FED), instituciones privadas de emisión de moneda.
Así es como en 1913 –con el apoyo de la familia Rockefeller, a quienes también habían financiado- crean el Sistema Federal de Reserva de los Estados Unidos de América.
Para ese entonces, los Rothschild ya controlaban el Banco J.P. Morgan & Co., el Banco Kuhn Loeb & Co., habían “financiado” a John D. Rockefellers, Standard Oil Co., los ferrocarriles de Edward Harriman y las fábricas de acero de Andrew Carnegie.
A buen entendedor... eran dueños de Estados Unidos.
Así lo declaró formalmente el 23 de diciembre de 1913 la Ley de Reserva Federal (Federal Reserve Act), ley por la cual todos los bancos nacionales tuvieron que unirse al sistema.
A partir de ahí, la ahora conocida FED fue la única institución capaz y autorizada para imprimir el billete moneda norteamericano.
Mi padre no me lo contó pero parece que el principio sigue siendo simple; es una gran “maquinita” –con reservas de oro dentro, como respaldo-, entonces la Nación Norteamericana la da el papel a la FED (ya no de astrasa), luego se giran varias “manivelas” y del otro lado salen impresos los conocidos Dólares.
La denominación del billete, tal como era en el modelo llevado a tacuarembó, depende de un selector que esta “maravilla mecánica” dispone.
En teoría, cada billete debía tener respaldo equitativo en oro y “la gran máquina” no imprimía más de lo que ese oro puede respaldar. Eso estaba asegurado y fue así hasta 1971, -15 de agosto a la hora de ser exactos- cuando Richard Nixon (el presidente número 37 de Estados Unidos, de 1969 a 1974) anuló la convertibilidad del dólar en oro y, al mismo tiempo la garantía del Estado sobre el valor del dólar. Desde entonces, el valor del billete verde no está en correspondencia con las reservas de oro ni está garantizado por el Estado Norteamericano.
El dólar, por lo tanto, no es más que la moneda privada libre de la FED, sin control y sin garantía de respaldo en oro sobre la cantidad de billetes emitidos.
Y es claro... ya lo sabíamos, estas “maquinitas” –recuerden el caso tacuaremboense- suelen presentar problemas. La masa monetaria de dólares que la FED pone en circulación (desde marzo de 2006, la FED no ha publicado más la cifra de la masa monetaria: M3) se ha convertido en un problema sin solución: la masa mundial de bienes se cuadriplicó durante los últimos 30 años, pero la masa monetaria se multiplicó por 40.
Sin ir más lejos el pasado 11 de marzo, en plena crisis de los mercados, la maquinita volvió a funcionar de nuevo y la Reserva Federal imprimió 200.000 millones de dólares para ayudar a sus amigos bancarios que ahora están en problemas. Hoy lo ha hecho nuevamente.
Por suerte yo debería pensar como doña María y decirme: “eso no me preocupa”, pero siempre quedé con mis dudas desde que escuche a mi padre. Por ello me da miedo imaginar como figurativamente nos visitaron también Jacob Schiff y Paul Warburg y –quizá luego de su paso por tacuarembó- ahora por los lares capitalinos de mi país, alguien allí supo comprarles de esas maquinitas que para exportar las fabricaba la FED.
Y mis miedos van en aumento; sucede que antes Uruguay tenía reservas en oro, e imprimía su dinero respaldado en esas reservas y con la garantía del estado uruguayo; estábamos seguros. Hoy nuestras reservas mayoritariamente tienen al billete dólar como garantía de respaldo; por eso cada vez que me acuerdo de un compatriota que decía: “Si me dan a elegir entre un capital llamado oro y un capital llamado muchacho...” se me eriza la espalda.
Por suerte –para él- mi viejo ya no está y no sufrirá cuando se abra la caja de nuestra propia maquinita de los milagros.
Emiliano Núñez